Los conocimientos clásicos grecorromanos se perdieron para Occidente en el gran retroceso que fue la Caída del
Imperio Romano.
Pero llegó el Renacimiento, y cuatro siglos después, en el siglo XIX, se puede decir sin temor casi a equivocarse, que la humanidad llegó a cumbres del
conocimiento que los griegos y los romanos no habrían ni siquiera soñado.
El Universo descrito por la ciencia del siglo XIX es un hermoso mecanismo de Relojería. Los planetas orbitan al sol siguiendo órbitas elípticas.
Si le doy un empujón a un carrito puedo calcular con mucha exactitud cuál será su velocidad. Los compuestos químicos son el resultado de mezclar
elementos conocidos en proporciones exactas. La matemática es una herramienta incorruptible, una herramienta abstracta pero confiable en sus
aplicaciones prácticas.
Dice la leyenda que el director de patentes Charles Duell dijo, durante el s.XIX, que había que cerrar tal oficina porque “ya no quedaba nada más
por inventar”. La cita es apócrifa, pero hay una cita que es cierta, de 1843, en la que el Comisionado para Patentes, Henry Ellsworth, dijo algo así como
que podría estar llegando el momento en que el desarrollo humano llegara a su fin.
No se conocían aún algunas de las piezas del Reloj universal, había agujeros en la tabla de los elementos químicos, no todos los problemas matemáticos estaban resueltos. Pero era, eso parecía, cuestión de tiempo hasta que se encontraran todas las piezas, todos los elementos, todas las soluciones a los
problemas matemáticos.
Pero, y siempre hay un pero, la Realidad tenía en la galera una multitud de conejos esperando a magos que los expusieran al público. Un siglo después, la mayoría de la humanidad conoce los
nombres de sus trucos, pero muy pocos entienden realmente cómo se realizan.
Algunos de los nombres de esos magos son ampliamente conocidos. Otros, un poco menos quizá. Einstein, Schrodinger, Dirac, Bohr, Godel, Freud, Picasso… son unos pocos nombres de los muchos magos
que iban a destrozar el prolijito modelo del Reloj universal, anunciando una revolución del conocimiento y de las artes más increíble aún
que el Renacimiento y la Revolución industrial.
Y las oficinas de patentes, como bien sabemos, gozan de buena salud y permanecen abiertas.